La Revolución rusa desembocó en la mayor apuesta estatal jamás conocida por el cine y en la constitución de una excepcional generación de creadores que transformó el lenguaje fílmico
FERNANDO BELZUNCE | Madrid
“De todas las artes, el cine es para nosotros la más importante”. Con esta histórica declaración, pronunciada en 1922, Lenin adelantó al mundo su ambicioso plan para expandir los ideales de la Revolución a través del celuloide. Un proyecto que supuso no sólo el espectacular refuerzo de una industria depauperada, nacionalizada ya tres años atrás, sino también el posterior nacimiento de un fascinante movimiento fílmico en el que brillaron con intensidad maestros como Sergei M. Eisenstein o Vsevolod Pudovkin.
Hasta ese pronunciamiento del líder bolchevique, el cine en Rusia era un discreto entretenimiento de las minorías burguesas. Pero los adalides de la Revolución descubrieron en él, el vehículo perfecto para transmitir sus mensajes a una población en su mayoría analfabeta. Es por ello que el séptimo arte nunca fue entendido como un negocio, sino como un servicio a la comunidad. Y es por ello también que el Gobierno construyó en tan sólo ocho años, los que transcurren entre 1925 y 1933, unas 18.000 salas de proyección a lo largo y ancho de la nación.
Nunca el séptimo arte ha conocido semejante despliegue de medios ni un empujón político tan determinante. La ambición comunista expandió el cine como la pólvora a través del vasto país. Las películas viajaban en tren. A través de la extensa red ferroviaria que vertebraba la sociedad, dispersada por zonas rurales. En esos inicios, los filmes tenían un marcado carácter propagandístico. Las historias que contaban estaban salpicadas de ideales y proclamas comunistas, hacían una firme defensa de las bondades de la Revolución y ensalzaban con gran sentido del patriotismo al pueblo ruso, al que los guiones otorgaban una naturaleza heroica.
El cine se convirtió, junto a la radio, en el medio de comunicación más eficaz para la formación de las masas. Con todo, de cara a su concepción como arte, la historia empezó a escribirse cuando la escuela estatal destinada a formar cineastas empezó a dar sus frutos. Los nuevos creadores, alentados por el objetivo de transformar el lenguaje cinematográfico, motivados por esa mentalidad revolucionaria en las artes, ofrecieron obras rompedoras y excepcionales.
Edición fílmica
Con sus aportaciones, Rusia asumió un papel protagonista en la cinematografía mundial. De allí surgieron las primeras teorías sobre el lenguaje cinematográfico y las capacidades expresivas del montaje. Gran culpa la tuvieron Vsevolod Pudovkin, director de La madre (1926); el documentalista experimental Dziga Vertov (El hombre con la cámara, 1929), y, sobre todo, Sergei Eisenstein, personaje capital en la historia que ha marcado a generaciones de directores en todo el mundo. Curtido en el teatro, transformó la edición fílmica, entendida hasta entonces como un método para enlazar escenas, en un medio capaz de manipular las emociones de los espectadores.
Suya es El acorazado Potemkin (1925), paradigma del cine soviético, en la que se narra el motín de unos marineros y la posterior represión de los cosacos con el pueblo. Aparte del componente propagandístico, que despertó el fervor de las autoridades, la obra introdujo también por primera vez las inclinaciones de cámara para enfatizar la narración y presentó una de las escenas más imitadas en la gran pantalla: la caída de un coche de bebé por una escalinata.
Mientras Hollywood arrancaba su carrera por el cine comercial de la mano de innovadores como Griffith, y con estrellas mudos de la talla de Charles Chaplin, Moscú ahondaba en el campo de la teoría y la investigación. Esta determinación por la formación de una conciencia crítica del espectador despreciaba la comercialidad y a lo largo de los años marcó una barrera invisible con el cine occidental.
La Guerra Fría se trasladaba sutilmente a la gran pantalla. Hubo décadas de ejercicios fílmicos y un sinfín de ejemplos de películas de un lado que más tarde conocían su versión en el otro. Esta fascinante partida de ajedrez desembocó en los setenta en un bellísimo enfrentamiento en el terreno de la ciencia ficción que ha ocupado un lugar de honor en las filmotecas. 2001: Odisea en el espacio, la famosa obra de Stanley Kubrick estrenada en 1968, frente a la que se ha considerado su respuesta soviética, la magnífica Solaris (1974), de Andrèi Tarkovski.
Fragmentos de la película dirigida por Sergei Eisenstein