El régimen de Fidel Castro ha mostrado desde su llegada al poder un gran interés por la industria fílmica, uno de los pilares para trasladar los valores de la Revolución
FERNANDO BELZUNCE | Madrid
Fidel Castro, el Che Guevara y compañía advirtieron ya durante sus jornadas guerrilleras el inmenso poder de la imagen. La columna rebelde preparaba su ofensiva contra el Gobierno de Fulgencio Batista desde Sierra Maestra, acompañada por corresponsales y fotógrafos como Alberto Korda, quien captaba y trataba a los combatientes como si fueran modelos. Las instantáneas, que inmortalizaban a aquellos barbudos, tanto en sus guaridas como en la entrada triunfal a las poblaciones, dieron la vuelta al mundo, donde causaron fascinación. Constituyeron la mejor publicidad para una revolución a la que algunos quisieron dotar de un halo romántico.
No es extraño, pues, que el Gobierno revolucionario se preocupara enseguida del cine y que durante los años haya demostrado un interés inusitado por él. Al igual que las autoridades soviéticas, que construyeron miles de salas de exhibición y tejieron un importante entramado industrial, Castro entendió el séptimo arte como el vehículo ideal para transmitir al pueblo los valores de la Revolución. Él mismo, nada más llegar al poder, lideró la creación de un departamento cinematográfico dentro de la Dirección de Cultura del Ejército Rebelde, que pocos meses después se convertiría en el célebre ICAIC.
El estudiado Instituto Cubano del Arte y la Industria Cinematográfica nació así como un arma del nuevo Ejecutivo que, a través de una ley, presentaba al cine como "el más poderoso y sugestivo medio de expresión artística y de divulgación y el más directo y extendido vehículo de educación y popularización de las ideas". Un instrumento "de opinión y formación de la conciencia individual y colectiva" al que se acercaron ya en 1959 algunos de los creadores que han marcado la tendencia del cine social latinoamericano.
Tomás Gutiérrez Alea, con el documental Esta tierra nuestra, y Julio García Espinosa, con La vivienda, marcaron la pauta ya en 1959 a una serie de películas que rompió definitivamente con el tipo de cine -de clara influencia estadounidense, melodramas, sobre todo- que hasta entonces se hacía en la isla. Cuba empezó a producir cintas marcadas por el compromiso y la exaltación de la patria. Ambos factores alcanzaron cotas máximas aquel mismo año en Sexto aniversario, de García Espinosa, que cuenta el viaje de medio millón de campesinos a La Habana para festejar el asalto al Cuartel Moncada.
Cine revolucionario
Los investigadores suelen referirse a los primeros quince años del ICAIC como la época de oro del cine en la isla. Sobre todo, por la irrupción de Humberto Solás y su influyente filme Lucía (1969), por el afán innovador del prestigioso Santiago Álvarez (Now, 1965), así como por la madurez de Tomás Gutiérrez Alea, que alcanzó con Memorias del subdesarrollo (1968) la cima de su filmografía. Una obra famosa en el extranjero gracias a la histórica nominación al Oscar que obtuvo en 1994 su estupenda Fresa y Chocolate, donde mostraba la fascinante amistad entre un joven comunista, militante a ultranza del mensaje oficial, y un homosexual de carácter disonante.
Más allá de supervisar y coordinar la apuesta cinematográfica, así como de llevar las películas y organizar muestras en cada rincón de Cuba, la labor del ICAIC ha consistido también en animar a los cineastas a romper con lo establecido en un intento de insuflar los aires de cambio a la gran pantalla. Un propósito que resumía un artículo publicado en los sesenta en el periódico Revolución: "Hacer cine revolucionario no es, por supuesto, que un personaje suba a la Sierra Maestra o que ponga varias bombas. Hacer cine revolucionario es cambiar totalmente la concepción de hacer cine".
La ambiciosa apuesta, de resultado dispar y a menudo decepcionante, ha motivado, no obstante, algunas joyas del cine. Y, aún más importante, ha dejado como legado un movimiento fílmico, el autodenominado Nuevo Cine Latinoamericano, forjado en la Escuela Internacional de Cine de San Antonio de los Baños. Apadrinada por Gabriel García Márquez y por el propio Fidel Castro, la afamada institución ha sido caldo de cultivo de cientos de creadores de todos los rincones de América Latina e incluso Estados Unidos y Europa. Recibe el apoyo económico del Gobierno y cuenta con excelentes profesores. Quizás no sea ya la plataforma para impulsar esa concepción revolucionaria de romper con las formas cinematográficas, pero sigue siendo el adalid del cine de bajo presupuesto y alta calidad. Dos características que el cine cubano, alentado por las dificultades financieras, ha asumido como bandera.
Fragmento de la película dirigida por Tomás Gutiérrez Alea