El politólogo Francis Fukuyama describía en El fin de la Historia y el último hombre (1992) que la Historia se nutría de la lucha entre ideologías, con lo que, derrumbado el bloque soviético, se ponía su punto y final. Tiempo después de aquel célebre ensayo, Diego Iñiguez, doctor en Derecho y administrador civil del Estado, ex profesor universitario y autor de diversos trabajos sobre relaciones internacionales y asuntos legales, reflexiona sobre la validez de la sentencia que hizo famoso al pensador de Chicago.
DIEGO IÑIGUEZ
Cuando hace veinte años cayó el Muro de Berlín –el momento emblemático de las revoluciones que liberaron a los involuntarios inquilinos del bloque soviético-, Francis Fukuyama sostuvo que el fin del socialismo real alumbraba “el fin de la Historia”: la victoria del capitalismo y el liberalismo era definitiva.
El Muro cayó de repente, inesperadamente. Pero su ruina fue el resultado de una larga erosión. Hija no querida de Stalin, la RDA nunca fue democrática, ni una república constitucional: el Partido Comunista (SED) prevalecía sobre la estructura estatal. El régimen subsistió gracias al respaldo de las tropas de ocupación soviéticas, que reprimieron el alzamiento popular del 17 de junio de 1953 y fueron una ultima ratio permanente; al Ministerio para la Seguridad del Estado, la Stasi, que llegó a tener 90.000 funcionarios y 180.000 colaboradores e informantes; y, entre los últimos 50 y finales de los 60, a una política económica que permitió un magro bienestar. Nunca se acercó en riqueza, productividad o innovación a la Alemania occidental, a la que consideró enemiga, espió y trató de desestabilizar. Tuvo que levantar el Muro en 1961 para cortar la sangría de la emigración –luego fuga- elegida por más de tres millones de sus habitantes, que hacía peligrar su propia viabilidad como Estado. Se estancó económica y socialmente desde los primeros 70. Y acabó sostenida precariamente por créditos de la RFA, que quería evitar las consecuencias de su quiebra completa.
En los 80 surgieron grupos de oposición: pacifistas, defensores de los derechos humanos y el medio ambiente, de mujeres. La Iglesia evangélica les dio espacios y cobertura, muchos pastores y teólogos estuvieron entre sus dirigentes. Del rezo por la paz de los domingos surgieron concentraciones, luego pequeñas manifestaciones pidiendo libertad. Los medios occidentales daban cuenta a una población en ascuas, su atención evitaba las peores represalias de la Stasi.
La caída del bloque
El desenlace empezó en el verano de 1989. Miles de alemanes del Este, de vacaciones en Hungría y Checoslovaquia, escaparon a Austria. Las manifestaciones crecieron, hubo enfrentamientos. “Teníamos mucho miedo, no queríamos sangre”, ha contado el pastor Joachim Gauck, responsable de la desclasificación de los archivos de la Stasi. “Había quienes querían una tercera vía entre el socialismo real y el capitalismo, pero nos dimos cuenta de que la única alternativa era una democracia como las occidentales”. Los manifestantes de Leipzig, Dresde, Rostock, empezaron a gritar “Nos quedamos”; luego, “El pueblo somos nosotros”; por fin, “Somos un pueblo”; un solo pueblo alemán. Honecker fue reemplazado por Egon Krenz, en vano. Gorbachov retiró visiblemente su apoyo: “A quien llega tarde, le castiga la vida.”
El 9 de noviembre, los dirigentes del SED decidieron abrir temporalmente las fronteras para dejar escapar presión. Pero su portavoz anunció en una rueda de prensa que la apertura tenía efecto inmediato, desconcertó a los guardianes, el Muro cayó esa noche. “Estábamos preparados para cualquier cosa menos para las velitas”, se lamentó luego un dirigente del SED. Concentraciones populares impidieron que la Stasi destruyera sus archivos. Conservarlos y abrirlos a los interesados ha ayudado a una difícil limpieza moral tras cuarenta años de espionaje sistemático a la propia población.
El canciller federal Kohl fue hábil, se contuvo, dejó el protagonismo a los alemanes orientales. Pero los partidarios de la unificación rápida ganaron, con su apoyo, claramente las elecciones de marzo de 1990. El 3 de octubre desapareció la RDA. La prisa estaba justificada: en 1989 había más de 300.000 soldados soviéticos en la RDA, en 1991 se produjo el golpe de Estado contra Gorbachov, en 1994 salió de la nueva Alemania el último soldado ruso.
Una revolución liberal y pacífica
La reunificación no ha sido fácil: la economía de los ‘nuevos estados’ se hundió, el paro golpeó a una población que creía tener el empleo asegurado de por vida, ha seguido una emigración -de jóvenes, de la parte mejor preparada y dinámica de la población- que genera nostalgia y amargura, preocupa una extrema derecha que cultiva a los jóvenes y entra en algunos parlamentos regionales. Pero la República Federal ha invertido recursos ingentes, el Este cuenta ahora con infraestructuras envidiables y un tejido empresarial puntero en algunos campos. La Izquierda, sucesora del SED, gobierna con el SPD en Berlín y Brandenburgo y se consolida como partido nacional con su 12% en las elecciones del pasado septiembre. El Berlín reunificado vuelve a ser una gran ciudad del mundo, representa la nueva Alemania.
La caída del Muro y la reunificación fueron la culminación de una revolución liberal y pacífica, que no fue protagonizada por los dirigentes occidentales (Kohl, los socialdemócratas de la Ostpolitik) o las potencias ocupantes (que la permitieron), sino por la propia población de la RDA. Sin la democratización forzada por sus manifestaciones no hubiera caído el Muro, ni hubiera sido posible la reunificación.
El Este entero está hoy en la OTAN y la Unión Europea, Alemania se acerca económicamente a Rusia y puede atraerla al bloque occidental. La Historia no acaba nunca, se acelera.
Discurso frente a la puerta de Brandenburgo por la conmemoración del 750º aniversario de Berlín, el 12 de junio de 1987, en el que Reagan desafió a Gorbachov, entonces, secretario general del partido de la Unión Soviética, el deseo de Reagan para que se derribase el muro fue un símbolo de libertad en el este.